miércoles, abril 14, 2010

SOLDADOS Y PODER

Desde que por el presidencialismo asfixiante los mandos castrenses comenzaron a negociar sus fidelidades, esto es extendiendo facturas y advertencias a cambio de obtener prerrogativas no sólo presupuestarias, los generales formados con un irreductible espíritu nacionalista, fogueados además en las tareas de más elevado riesgo para la seguridad del país, pasaron a un segundo plano, muchas veces como testigos silenciosos de la llegada a la titularidad de la Secretaría de la Defensa de elementos muy inferiores pero suficientemente apadrinados. Las infiltraciones, por tanto, se hicieron no sólo más frecuentes sino también de mayor calado.

Uno de los recios militares que no pudieron alcanzar la mayor jerarquía aunque merecimientos les sobraran fue el general Salvador Rangel Medina, fallecido en 2005 con 92 años a cuestas. Célebre por operativos y actitudes en distintas entidades del país, de manera sobresaliente en Guerrero, Michoacán y Yucatán, fue siempre leal a su propia conciencia lo que, en distintas ocasiones, le separó de la soberbia de quienes, sin autoridad moral alguna, solían dictar órdenes disparatadas. Por ejemplo, se negó, como comandante de zona, a seguir las instrucciones del «alto mando» para acordonar e incendiar los localizados campamentos de la guerrilla de Lucio Cabañas, al correr la década de los setenta, para provocar así que, como conejos, buscaran refugio y encontraran sólo la metralla. Le pareció que tal era un genocidio. Y tenía razón.

Pues bien, el general Rangel Medina, hombre recio y con cierta cultura, terminó sus días siendo una especie de icono para los soldados que, como él, no se confunden al jerarquizar valores y conceptos. Primero la justicia, después las reglas; el país por encima de las castas y los mandatarios por debajo de los mandantes. Es sencillo transcribirlo y tremendamente difícil sostenerlo, mucho más cuando priva la suficiencia de una pequeña élite de arribistas que creen saberlo todo y ni siquiera conocen la geopolítica del país ni la historia de los flagelos sociales, efectos de las distancias de clase y de la impudicia, también la negligencia, gubernamental.

Cuenta Juan Veledíaz, en su espléndida biografía de Rangel –«El General sin Memoria», Debate, Random House Mondadori, 2010-, que el mílite sostenía, desde hace cuarenta años, una hipótesis que cobra excepcional oportunidad en estos tiempos turbulentos, perdido el respeto a las vidas ajenas y exaltada la fuerza represiva para supuestamente asegurar equilibrios inalcanzables por esta vía:

«Años después –explica Veledíaz-, advirtió que combatir al narcotráfico no sería como enfrentar a Lucio Cabañas o al subcomandante Marcos; era una encomienda que podría costarle más caro al ejército, pues el poder corruptor de las mafias era el real enemigo a vencer».

En la sentencia radica la clave para entender los negativos saldos de la guerra contra los poderosos cárteles en frenética disputa territorial, desde el norte hasta el sur de esta nuestra atenaceada República, gracias, en buena medida, a la soslayada colusión con un sector del ejército y buena parte de la clase política dominante y, hasta hoy, inamovible con o sin alternancias de por medio.

Por desgracia, «el efecto corruptor» llegó muy hondo a través de soterradas negociaciones con quienes, en Palacio Nacional, se percataban, cada inicio de sexenio y luego de las turbulencias de 1968, de que la seguridad del entorno presidencialista dependía de las concesiones hacia oficiales y soldados animados a obtener prebendas poniendo a subasta sus lealtades. Y cada mandatario, en su turno, fue apremiado a pagar las facturas, una de ellas, la mayor sin duda, la tolerancia aviesa sobre los puentes entre las mafias dominantes y los mandos. Por fortuna, no todo se contaminó, pero sí se afectó a la estructura institucional. Lo desgraciado es que la erosión no se ha interrumpido porque, en esta hora aciaga, privan los temores y no el propósito renovador; y sin éste no hay, sencillamente, defensa posible.

Así, Echeverría negoció su propia seguridad, luego de privilegiar a su Estado Mayor convirtiéndole en un cuerpo de elite capaz de asegurar y superar a seis efectivos militares con uno solo de sus miembros, aun cuando con ello se colocara, al final de su periodo, en franco predicamento incluso mediante un conato de golpe de Estado, en noviembre de 1976, disipado con el consiguiente y elevado pago de facturas. López Portillo, su sucesor, debió cubrir el tremendo desfalco asumiendo la vieja teoría de «dejar hacer» a las jerarquías castrenses que cobraron muy caros, a su vez, los reproches contra el frívolo comportamiento de este mandatario capaz de erigir en «general de bisutería» a su antiguo colega de pandilla, Arturo «Él Negro» Durazo.

Un sexenio más adelante, con Miguel de la Madrid, el intercambio de chantajes tocó fondo. El entonces secretario de éste, Emilio Gamboa Patrón –superviviente con enorme actualidad del malaje político-, llegó a decirme entonces:

-El primer año del sexenio -1983-, estuvimos al borde del abismo... bajo la presión de los generales.

Y con este saldo... comenzó a registrarse el primer «boom» del narcotráfico sobre suelo mexicano.


El Reto

Dicen que el gobierno de México reaccionó luego del asesinato de doce jóvenes en Ciudad Juárez. No fue así. Más bien tomó la decisión de retirar a los efectivos militares de la fronteriza urbe luego de que tres civiles relacionados con el Consulado estadounidense en la misma fueron brutalmente acribillados, produciendo con ello la furia de la Casa Blanca, del presidente Obama y de cuantos consideran que por cada vida norteamericana la mayor potencia de todos los tiempos puede cobrarse cien de sus «enemigos».

Felipe Calderón fue, una vez más, rebasado. Bajo la presión del gobierno de Washington, y no por voluntad propia, la desmilitarización mexicana de la frontera no será óbice para que la nación vecina despliegue su ya legendaria capacidad ofensiva con o sin camuflajes de por medio. Para eso vino Hillary Clinton a México y no para lisonjear a los tibios ocupantes de Los Pinos, cada vez más copados y reducidos. Dicho de otra manera: las presiones castrenses aumentarán, sin duda, sobre una presidencia voluble. Y ello sin que la poderosa Unión Americana deje de hacer lo propio exigiendo soluciones y no monsergas.

Ni quién se acuerde, en esta hora negra, de los padrinos estadounidenses que deben estar pasándosela muy bien ante el dolor de los mexicanos.


OCHOCOLUMNAS.COM.MX

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